No toda ingeniería social es creada igual, ni todo ímpetu de transformar
la conducta es un lavado de cerebro. En el conductismo orwelliano el Estado dicta
lo que todo ciudadano debe aceptar como el “bien superior”. En el imperio de la
ley se impone la supuesta racionalidad de la sociedad, fruto de la sabiduría
colectiva. En ambos casos el esfuerzo es por controlar, castigar o transformar
la conducta humana. No obstante, a la hora de implementar una ley (o voluntad
del Estado), el demonio está en el detalle.
Una ley fruto de la sabiduría colectiva es la Ley 45, Contra el racismo
y Toda Forma de Discriminación. En medio de controversias sobre nuestro
patrimonio cultural, enmarcado en fiestas “religiosas”, y justo cuando la
pureza ideológica del proyecto revolucionario parecía contaminarse por la
cotidianidad en el ejercicio del poder, aparece una noble causa que obliga a
reconsiderar el escepticismo que reinaba antes de la última versión del carnaval.
La defensa de nuestra tradición artístico/cultural se concentra en los danzas
del carnaval. Una de estas tradiciones es la danza de tundiqui o Negritos, que muestra
a afro-bolivianos encadenados. Según Félix Cárdenas, “El tundiqui no expresa la
identidad cultural del pueblo afro por el contrario lo deforma, lo degenera,
haciendo gala de la humillación y el sufrimiento de afrodescendientes”.
La campaña mediática para prohibir el tunduqui tiene el apoyo del Concejo
Nacional Afroboliviano. El hecho que en su mayoría sus líderes pertenezcan al
poder oficialista no justifica una “respuesta-reflejo” por parte de detractores
de la revolución cultural. Automáticamente suponer que la campaña no puede ser
sincera, efectiva o ética es pecar del mismo dogmatismo ideológico de la que
acusa al otro.
El maniqueísmo afecta a moros y cristianos y todos solo pueden ver la
paja en el ojo ajeno. Por ende, un ejercicio algo más productivo sería evaluar
la efectividad de las herramientas utilizadas para promover valores de
convivencia, sin racismo, violencia y discriminación. Una campaña mediática,
después de todo, a veces puede estar del lado correcto de la historia.
Prohibir una danza racista me parece un objetivo loable. No obstante, el
acertar en unos de los designios de una ingeniería social no quiere decir que debamos
tragarnos enterita toda una agenda política, incluyendo cambiar de nombre a la
Plaza Murillo. Tampoco quiere decir que una campaña mediática de
concientización y correspondiente ramillete de leyes necesariamente avance sus
nobles objetivos.
Una campaña loable es aquella contra la violencia intrafamiliar. Pero
por grande el consenso y recursos lanzados contra el mal, los incidentes de la
violencia contra las mujeres han incrementado notablemente. Ni castigos ejemplares,
ni programas de concientización parecen menguar el apetito patriarcal de
sometimiento y vejación. ¿Dónde queda entonces la efectividad de la revolución
cultural?
Prohibir, castigar e intentar concientizar no necesaria o
automáticamente transforma la conducta. A su vez, bajo el manto de “usos y
costumbres”, defendemos nuestras formas
y maneras como si fuesen patrimonio patriarcal. La Asociación de Conjuntos del
Folklore de Oruro, por ejemplo, saca a relucir la naturaleza “religiosa” de las
danzas folklóricas (supongo se refiere a Levítico 25:44) para argumentar que
prohibir una de ellas (tundiqui) pone en peligro la declaración de nuestras
danzas como patrimonio universal por parte de la UNESCO.
Sentir repulsión por una caracterización de la esclavitud es lo natural.
Idealmente no hace falta campaña mediática o ley para fomentar/obligar esa
sensibilidad básica. Lo que preocupa es que bajo el manto de prohibir la
violencia intrafamiliar, racismo o corrupción moral, el Estado se convenza que
puede moldear la conducta del pueblo mediante leyes, propagandas y discursos.
Lo “marxista”, después de todo, no es deambular en el ámbito de la consciencia,
sino transformar las estructuras que determinan los valores; que en Bolivia reproducen
una cultura hedonista, frívola y consumista.
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