Todos
odian y reproducen a la vez el patriarcado. Suponen que su génesis es la
Revolución Industrial, cuando la sociedad se liberaba del yugo de reyes. El
patriarcado, sin embargo, data de mucho tiempo atrás. Solamente en la maquinita
productora de demagogia populista (que algunos confunden con cerebro), es concebible
promulgar que el patriarcado es producto del capitalismo.
La
diosa de la fertilidad, de fases lunares y buenas semillas, fue reemplazada por
el dios de la guerra. De vivir en pequeñas comunidades agrarias, las tribus
entraron en una vorágine de acumulación territorial. La comprensión de ciclos y
don de dar a luz femenina, fue opacada por la capacidad masculina de quitarla. Las
sociedades de la antigüedad eran equilibrios inestables, en las que la
disciplina, obediencia y verticalidad era cuestión de supervivencia. Las crisis
políticas eran el pan de cada día: no había lugar para la intriga o traición.
Sin
grabadoras para desprestigiar al oponente político (ni medios para socializarla),
las jerarquías en la antigüedad se mantenían al precio de sangre. Con el
tiempo, el caudillo (patriarca) se hizo más sofisticado. En vez de cabezas
sobre una estaca, perfeccionó los mecanismos de control social. De esa manera, de
ser una institución diseñada para imponer orden en la familia (y control de la
sexualidad femenina), el patriarcado evolucionó a una institución que impone
orden social. El padre se convirtió en Estado.
El
patriarcado es una forma adicional de imponer orden social. Hoy resulta difícil
diferenciar entre las relaciones sociales sexo–políticas (que marcan jerarquía
de género), de relaciones de poder (que marcan jerarquía, pura y simple). El
Estado (patriarca) se adscribe el monopolio al uso de la violencia, es quien cobra
impuestos y quita nuestra libertad por transgresiones a la ley.
El
miedo a la traición de eras pasadas se ha convertido en el miedo al engaño ciudadano.
Naciones verticales, tierra de caudillos, intentan disuadir la evasión del
deber mediante una maraña de leyes. La burocracia debe controlar la conducta y
limitar la capacidad del ciudadano de alterar el orden político. Juicios eternos
y leyes antiterroristas, vigilancia a las transacciones financieras, secuestro
de tuiciones del Poder Judicial para controlar contratos privados; todas son
maneras de ejercer la paranoia patriarcal, cortando tan solo figurativamente
cabezas.
La
diferencia entre una sociedad de patriarcas, vertical y proto-fascista, y una
sociedad democrática, de iguales y horizontal, es la cantidad de normas, leyes
y represión necesaria para que el ciudadano actúe idóneamente. Cuando el Estado
no confía en sus ciudadanos, debe sofocar la iniciativa personal, controlar las
transacciones, escudriñar sus conductas. Cuando los principios básicos permiten
el marco de valores esenciales, el individuo puede actuar con mayor grado de
libertad en su afán de contribuir al bien común.
En
Estados proto-fascistas, el gobernante usa una maraña de normas
constitucionales para imponer su concepto de justicia, aquello que merece
castigo y valores que todos debemos enarbolar. En un Estado liberal, la
Constitución establece principios básicos y el individuo debe obedecer el espíritu
de la ley (no el discrecional antojo del patriarca).
En
ambos casos, el Estado debe imponer castigos a quienes violan la ley. En el
primer modelo el marido se permite bailar bolero con la esposa del amigo, pero
luego le recrimina a la esposa por bailar sola frente al espejo. En el segundo
modelo, ambos son libres de expresarse al son de la música: lo que importa es
el compromiso entre ellos de no lastimar ni portarse mal.
Cualquiera
sea el modelo político, los principios, normas y valores se vuelven con frecuencia
una excusa para ejercer dominio sobre los demás. Lo único predecible es la
doble moral de hijos e hijas del patriarca; secuela de ser parte de una misma
escuela. Pero en cuanto a un Estado machista se refiere, temo que el modelo
estatista es más machista que la democracia liberal.
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