Reducir la democracia a votos o leyes es perder el bosque por querer treparse
(o quedarse) en la rama más elevada. Al igual que el dinero, la democracia es
una herramienta, no es un fin en sí. Muchos hablan con gran solemnidad en su nombre,
cuando en realidad sus actos no avanzan en un ápice la estabilidad económica,
justicia social o seguridad civil. El mayor peligro para la democracia es una
eclosión social. Por ende, el espíritu democrático trasciende urnas, papeles y palabras a ser interpretadas: el espíritu de
la democracia es ser libres, a veces de incluso de nuestra propia mezquindad.
La oposición trasgrede un principio democrático cuando es incapaz de
defender una política de Estado que avanza los intereses de la nación. La
responsabilidad fiscal es un principio básico. Cuando el Gobierno invierte su
capital político lidiando con demandas que (en el actual contexto productivo) llevaría
a la bancarrota el sistema de pensiones, los opositores se contentan con
observar como su enemigo - en el afán de introducir una mínima racionalidad económica
– supuestamente se desgasta.
El oficialismo tampoco avanza la convivencia democrática cuando se ufana
de haber inducido a la oposición (usando argucias) a votar en favor de la nueva
Carta Magna. A su vez, dudo que abra espacios de consenso el deconstruir a toda
la oposición como “vende patrias”. Tal vez se logre forjar una hegemonía
temporal que acapare la sombra que se arroja desde el tronco del poder. Pero
hacerse dueño y señor del patriotismo refleja un ímpetu totalitario, que desgarra
el potencial efecto conciliador de una rama de olivo.
Es loable por parte de la oposición creer tener la capacidad de contener
los actuales conflictos sociales; conflictos nacidos del hambre del pueblo. Un
líder que no cree en su capacidad de gestión no debería entrar al ruedo. Pero
pareciera que el síndrome de Hubris del cual se acusa al Gobierno es también
lagaña en el ojo de quienes pretenden relevar el mandato del Presidente
Morales. Dudo que otros puedan (por ahora) hacerlo mejor.
A su vez, es loable por parte del oficialismo no caer en proselitismos
populistas en nombre de ganar el favor de la clase trabajadora. Pero también hay
varias dudas sobre su capacidad de crear (a base de dádivas y discursos) un
aparato productivo que permita mayores niveles de ingresos en la clase
trabajadora, para que jubilarse con el 70% del sueldo sea mañana un argumento
más atractivo.
Y aunque es un tanto truculenta la contextualización oficial de la
historia contemporánea, es verdad que estuvimos (y estamos) transitando un muy
frágil equilibrio. Tal vez el desatar nuevamente las fuerzas sociales no
resulte en una Guerra Civil. No obstante, otra serie de conflictos retrasarían
las reivindicaciones sociales un par de décadas. Un relevo a Evo puede ser peor
que la enfermedad.
Un líder no debe eternizarse (ser reelegido) indefinidamente porque el
poder actúa de manera perniciosa sobre la psique humana. A su vez, relevar al individuo
no implica alternancia política en el sistema. Si el modelo realmente es el
propicio, el partido en ejercicio puede permanecer en el árbol una eternidad.
Ese no es el punto. El punto es que un hombre no es un modelo. Y el modelo es
tan fuerte como su más débil paladín. Con el tiempo, el poder ciega y
engolosina incluso a los más santos devotos.
¿Principios democráticos? Aquí caen por la borda. De lo que se trata es del
poder; con ambos bandos con hambre de “votos” y tan solo incipientemente “democráticos”.
Por ende, y hasta que con el tiempo se forjen principios, lo que esta nación
necesita es un equilibrio entre apetitos y visiones. Para ello, el próximo
mandato del Presidente Morales debería ser por un pequeño margen de votos, con
un Poder Legislativo en manos de una oposición fortalecida; para que el ganador
se vea nuevamente obligado a aplicar estrategias hegemónicas envolventes con el
otro 50% de la población, y así envolver a la patria con vestigios de aquello (astutamente)
plasmando en nuestra Constitución. Mientras
tanto, un relevo a Evo es una propuesta truculenta.