Desde el enamoramiento narcisista del hombre que lo
entiende únicamente como un fenómeno humano,
hasta el romántico animismo que celebra un ser que impregna el vaivén
entre el cosmos y la pachamama, no existe enigma más profundo que el misterio del
“ser”.
En los albores de la civilización, nuestro pensamiento
encontró en el movimiento de los astros evidencia del diseño e infinitas
posibilidades del “ser”. En la astrología (de cuna egipcia y formación helénica),
el ser humano depositó su fe en un orden que escapa el caos terrenal. Gran
alivio proviene del bálsamo de lo eterno, una luz de esperanza en medio de
oscuros instintos que supuestamente conducen las causes del mal.
En vísperas de una nueva era y ante el daño ocasionado por
una mezcla de nihilismo moderno y maniqueísmo medieval, observar la dualidad de
la existencia de una manera más sofisticada es cuestión de supervivencia.
Seguir viendo el misterio más grande utilizando una cosmología obsoleta,
equivale a intimar los secretos de las galaxias con el telescopio que usaba
Galileo.
Entrever el misterio del ser requiere celebrar sus
múltiples dimensiones. La dimensión material del ser – reducida a la mecánica de
un cuerpo inerte tanto por la ciencia y religión - posee múltiples esencias; partículas
en vibración que se agregan para formar seres cada vez más complejos. El más complejo de todos los cuerpos son estrellas,
coquetas formas materiales en perfecta sincronización, surcando los cielos bajo
un principio ordenador universal.
El movimiento errático del nivel atómico se traduce
misteriosamente en movimientos predecibles de la tierra alrededor del sol. Pero
el orden matemático planetario es contradicho por electrones se comportan como
onda y partícula a la vez, una paradoja que refleja la complejidad del ser. Si
existe esperanza para una reconciliación entre la fe y la razón, será a través de
la reconciliación de las diversas dimensiones del ser: átomo y planeta, materia
y espíritu, masculino y femenino, ying-yang.
Si el misterio del mundo sub-atómico promete ayudar a
integrar nuestra fragmentada cosmovisión, los astros siempre fueron agentes de fe
y certeza. En su libro Cosmos y Psique,
Richard Tarnas observa una transición entre una astrología enfocada en “intuir
la voluntad de los dioses celestiales y responder a ella mediante el ritual
adecuado, a la sistemática observación de las regularidades geométricas de
regularidades en los movimientos astronómico y aplicación de principios
universales de interpretación”. Es decir, un encuentro entre física y
metafísica, esta vez libre de supersticiones y determinismos.
El gran misterio del “ser” (materia, psique, biología,
cultura, lenguaje, espíritu), al igual que el interior atómico de la materia (onda
y partícula), son paradojas que apuntan a las múltiples dimensiones e
interrelación entre las diferentes manifestaciones. Solamente cuando abandonemos
abstracciones binarias (blanco y negro) de antaño, para mirar a través del
lente integral que ilumina el arcoíris de un ser que es realidad y potencialidad
a la vez, podremos trascender nuestro ser primitivo, para por fin ser humanos.
La nueva era de Acuario no llegará gracias a rituales
vacuos o voluntarismos; tampoco por dictamen de los astros, por muy bien
alineados que ellos ahora estén. Una nueva era está llegando gracias a una
transformación en nuestra cosmovisión, que algún día celebrará la multiplicidad
del misterio más hermoso, sin discriminar ni satanizar la otredad.
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