El lenguaje es arma de doble
filo. Poderosas cadenas se forjan a base de ignorancia; con el lenguaje
cómplice de más de una cárcel mental. Saber leer no garantiza que las palabras
que penetran los sentidos nos liberen, porque a veces manipulan. Es por eso que
debatir es sano. Pero cuando se reduce la posición del otro a una palabra, se elimina
el debate, para caer prisionero de la propaganda y distorsión.
Los sofistas fueron famosos
por su capacidad de torturar conceptos en nombre del poder. La artimaña favorita
ahora es matar el argumento contrario mediante el uso del prefijo “neo”. Al
agregarle “neo” al adjetivo, se condena al otro, por lo menos al ridículo.
Confieso haber caído en la tentación. Neo-indigenismo, neo-populismo,
neo-ecologismo, neo-evolución. La lista es larga. Somos expertos en el
reduccionismo propagandista.
Explicar qué es, y qué no es, una política
“neo-liberal” es arar en la arena. El
debate hoy es sobre el keynesianismo (estimulación de la demanda), elevar los
impuestos a los más ricos y regular al sector financiero. Todas estas políticas
implican un protagonismo del Estado y son vigorosamente debatidas en Europa y
EE.UU. Si acaso queda algún resquicio “neoliberal”, es en el argumento de reducir
el gasto público y déficit fiscal. Ese debate vigoroso aquí nunca ha existido.
Diferenciar lo neoliberal del
liberalismo es perder el tiempo. Ese debate lo ganaron los propagandistas. Juré
no volver a intentar. Pero mi neo-letargo fue interrumpido por la diputada
Pierola, cuando tildó el proyecto de construir un teleférico entre La Paz y El
Alto como un proyecto “neoliberal”. O la diputada Pierola está siendo irónica,
o simplemente hemos desvirtuado las categorías al punto de disparar palabras al
aire como si fuesen petardos en marchas de protesta.
A “neoliberal” ni siquiera llegó
la política de eliminar gradualmente la subvención a la gasolina. En aquella
oportunidad, en evidente falta de honestidad intelectual, la oposición no tuvo
el valor de entrar en un sano debate. En lugar de cuestionar la forma como se pensaba aplicar el
“gasolinazo” y defender un principio elemental (el Estado no debe subvencionar
a los más ricos, ni a la economía de vecinos en frontera), optaron por lo
fácil: propiciar al Gobierno un ojo en tinta. El debate nunca existió. Hoy el
déficit fiscal se profundiza porque sería suicidio político permitir que se
acuñe el término “neo-gasolinazo”.
Las políticas “liberales” de
Lula, Bachelet, Humala y Dirma sacan a millones de personas de la pobreza. Crear
empleos a través de la inversión privada no es una política “neoliberal”. En el
caso de Brasil, Colombia, Perú y Chile (las economías más exitosas del
continente), se practican políticas de
Estado a la derecha de Cuba. Pero si más de 2/3 de la humanidad está a la
derecha de Fidel Castro, eso no quiere decir que el planeta sea “neoliberal”.
El desnivel que ofrece la
ladera entre dos grandes urbes hace del teleférico una solución ideal. El hecho
que el teleférico originalmente lo plantearon “otros”, no lo hace un proyecto
neoliberal (menos aun si los pasajes son subvencionados). Me encanta la ironía
de la diputada Pierola. Pero si la ironía es cómplice en asesinar el debate
entre modelos de desarrollo, entonces puede ser arma de doble filo. Cuando la palabra
(sea “neoliberal” o “cocalero”) forja prejuicios, ese reduccionismo se presta a
la propaganda barata. Eliminar el debate mediante la distorsión del leguaje es
una forma de adoctrinamiento, un ejercicio poco democrático que nos hace daño.
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