Antes del Estado, existía la identidad. Comunidades ancestrales imponían justicia sin policías, fiscalizaban sin monedas y coordinaban acciones colectivas sin decretos iluminados. Central a la danza de voluntades de la comunidad rural fue el sentido de identidad, un instinto básico que permitió cementar la cohesión social, brindándole vitalidad a la hora de reproducir la vida y un ímpetu suicida a la hora de defender su territorio. En antesala al lento proceso que desemboca en un Estado moderno, las comunidades “primitivas” gozaban de salud política y complejidad administrativa, sin necesidad de leyes, jueces o tribunal electoral. En aquel lejano pasado, cuando éramos todos campesinos, la sociedad agraria estructuró exitosamente al colectivo alrededor del sentido de identidad personal.
El que se siente identificado sacrifica su vida por el grupo, para plasmar en sangre su sacrificio. Antes de llegar a ese grado de desprendido compromiso, su frágil ego debe ser transformado en temple de guerrero. La evidencia histórica demuestra que -en la guerra, política o futbol - esa entrega apasionada al grupo se amasa mediante la identificación personal con los colores de la tribu (su bandera). Estas comunidades se “hinchan de hinchas” de una causa común. En las tribus de antaño la causa fue supervivencia. En las tribus modernas, la política de la identidad congrega a minorías desafectadas que luchan contra la violencia de elites que las marginan por sus diferencias: color de piel, orientación sexual o bravuconeado nihilismo. Antes y después de la historia, la identidad antecede a “clase social” como categoría organizadora.
Identidad: instinto genio y figura. En su vientre se gestan comunidades de jerarquías necesarias, una necesidad de crear minorías poderosas que dan lugar al orden: sin la distribución desigual de prestigio, poder y privilegios, la célula social se anquilosa, su accionar se debilita. La gran ironía de la identidad es que, a la vez que libera al individuo del aislamiento, lo somete a la voluntad de quienes se adueñan de los símbolos del clan.
Reciprocidad: código social supremo. Cuando una comunidad –organizada bajo la fuerza centrípeta de la identidad local - siente impotencia ante la violencia ejercida por elites externas, que imponen una relación jerárquica no-reciproca, la comunidad se rebela (Magagna). Es decir, si empresarios foráneos, que viven bajo la sombra del FMI, han usurpado nuestra independencia, entonces la comunidad se rebela y siente la necesidad de ejercer violencia abstracta contra gringos que eluden la justicia comunitaria: incluso al precio de su economía personal.
Las tiranías del siglo XXI se sustentan en la política de la identidad. Abrazados por el odio a potencias colonialistas, el Partenón político en Medio Oriente de caudillos despiadados se llenó. Subvencionada su popularidad por la nacionalización de la identidad de clase social y etnia, los caudillos pueden burlar durante décadas el precio del fracaso.
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