El nuevo norte es el sur. Desde un puntito terrenal de un cosmos infinito, debatir la posición de “arriba” y “abajo” es un debate insulso: el universo no tiene parte inferior. Pero en un planeta repleto de subjetividad humana, establecer lo “inferior” es un objetivo compartido, en norte y sur, por los que están - momentáneamente - más arriba. Imponer su propio estándar de “justicia” en esta tierra azul permite a los de arriba usar la fuerza de la ley para someter a los de abajo. En el norte y en el sur, tener jueces parcializados es de especial importancia para imponer la ideología considerada superior.
En el norte, el debate sobre “justicia” se centra en un concepto básico: Los jueces deben limitarse a interpretar imparcialmente la ley, evitando así usurpar competencias a los legisladores. En una democracia, los legisladores - elegidos por el pueblo- son quienes debaten y forjan la ley. En el norte, los magistrados supremos, confirmados por el congreso, juran no permitir que su ideología personal empañe su interpretación de la carta suprema. En teoría la ley es objetiva e imparcial. En la práctica, los terrícolas somos seres contextualizados, para quienes interpretarlo “todo” es ley: la ley no es una fórmula matemática.
En el norte, angular al debate sobre justicia es la separación de iglesia-Estado. La ley de Dios está separada, por ley, de la del hombre. No obstante, en el norte, la “Mayoría Moral”, un bloque electoral de derecha, intenta impone su ley a minorías haciendo gala de estadísticas: el 78.4 % de la población es cristiana. Con el yugo de “usos y costumbres”, se intenta barrer los derechos gay, el derecho de la mujer a decidir y otros temas tabú bajo la alfombra del poder social de la derecha. Jueces valientes deben vencer el yugo de las “mayorías”, para llenar vacios legales e imponer un concepto de justicia que defienda a minorías, incluso cuando su voz no está reflejada en las urnas. A eso, la derecha llama “legislar desde el banquillo”, un anatema a la imparcialidad de magistrados que deberían limitarse a imponer la ley, según la voluntad moral de las mayorías.
La palabra es herramienta suprema. Junto a la palabra, la ley es vehículo de convivencia. Ambas, sin embargo, están sujetas a la interpretación. En base a leyes arcaicas, cortes deben decidir sobre – por ejemplo - el derecho a la propiedad intelectual. Esa ley, sin embargo, puedo haber sido escrita antes de la invención del internet. Es precisamente debido a la anacrónica ambigüedad de las palabras, que las cortes necesitan individuos idóneos, cuya capacidad moral, intelectual y profesional sea juzgada por quienes han dedicado sus vidas al estudio de la ley y que mejor entienden las complejidades de la justicia.
Interpretar la ley es un arte, no una ciencia. El lenguaje suele ser contradictorio; un amalgama de voces de legisladores con diversos intereses sectoriales. Ante abstracciones, un juez debe deambular entre múltiples interpretaciones de un texto. La ley se clarifica, se adapta y es muchas cosas a la vez. Lo que la ley no debería ser es un instrumento político. Para eso existe el Congreso, un foro donde se esgrimen palabras para perfeccionar la ley. Las varias interpretaciones de justicia son, y deberán ser, debatidas. Debatir sobre “legislar o no legislar” desde el banquillo es otro debate necesario. Y si en el norte la mayoría moral se impone a minorías mediante argumentos de “objetividad” textual, en el sur el debate sobre derechos de las minorías por el momento es nulo. Si el nuevo norte es el sur, entonces la nueva derecha es la izquierda.
domingo, 24 de julio de 2011
jueves, 7 de julio de 2011
Identificación Personal
Antes del Estado, existía la identidad. Comunidades ancestrales imponían justicia sin policías, fiscalizaban sin monedas y coordinaban acciones colectivas sin decretos iluminados. Central a la danza de voluntades de la comunidad rural fue el sentido de identidad, un instinto básico que permitió cementar la cohesión social, brindándole vitalidad a la hora de reproducir la vida y un ímpetu suicida a la hora de defender su territorio. En antesala al lento proceso que desemboca en un Estado moderno, las comunidades “primitivas” gozaban de salud política y complejidad administrativa, sin necesidad de leyes, jueces o tribunal electoral. En aquel lejano pasado, cuando éramos todos campesinos, la sociedad agraria estructuró exitosamente al colectivo alrededor del sentido de identidad personal.
El que se siente identificado sacrifica su vida por el grupo, para plasmar en sangre su sacrificio. Antes de llegar a ese grado de desprendido compromiso, su frágil ego debe ser transformado en temple de guerrero. La evidencia histórica demuestra que -en la guerra, política o futbol - esa entrega apasionada al grupo se amasa mediante la identificación personal con los colores de la tribu (su bandera). Estas comunidades se “hinchan de hinchas” de una causa común. En las tribus de antaño la causa fue supervivencia. En las tribus modernas, la política de la identidad congrega a minorías desafectadas que luchan contra la violencia de elites que las marginan por sus diferencias: color de piel, orientación sexual o bravuconeado nihilismo. Antes y después de la historia, la identidad antecede a “clase social” como categoría organizadora.
Identidad: instinto genio y figura. En su vientre se gestan comunidades de jerarquías necesarias, una necesidad de crear minorías poderosas que dan lugar al orden: sin la distribución desigual de prestigio, poder y privilegios, la célula social se anquilosa, su accionar se debilita. La gran ironía de la identidad es que, a la vez que libera al individuo del aislamiento, lo somete a la voluntad de quienes se adueñan de los símbolos del clan.
Reciprocidad: código social supremo. Cuando una comunidad –organizada bajo la fuerza centrípeta de la identidad local - siente impotencia ante la violencia ejercida por elites externas, que imponen una relación jerárquica no-reciproca, la comunidad se rebela (Magagna). Es decir, si empresarios foráneos, que viven bajo la sombra del FMI, han usurpado nuestra independencia, entonces la comunidad se rebela y siente la necesidad de ejercer violencia abstracta contra gringos que eluden la justicia comunitaria: incluso al precio de su economía personal.
Las tiranías del siglo XXI se sustentan en la política de la identidad. Abrazados por el odio a potencias colonialistas, el Partenón político en Medio Oriente de caudillos despiadados se llenó. Subvencionada su popularidad por la nacionalización de la identidad de clase social y etnia, los caudillos pueden burlar durante décadas el precio del fracaso.
El que se siente identificado sacrifica su vida por el grupo, para plasmar en sangre su sacrificio. Antes de llegar a ese grado de desprendido compromiso, su frágil ego debe ser transformado en temple de guerrero. La evidencia histórica demuestra que -en la guerra, política o futbol - esa entrega apasionada al grupo se amasa mediante la identificación personal con los colores de la tribu (su bandera). Estas comunidades se “hinchan de hinchas” de una causa común. En las tribus de antaño la causa fue supervivencia. En las tribus modernas, la política de la identidad congrega a minorías desafectadas que luchan contra la violencia de elites que las marginan por sus diferencias: color de piel, orientación sexual o bravuconeado nihilismo. Antes y después de la historia, la identidad antecede a “clase social” como categoría organizadora.
Identidad: instinto genio y figura. En su vientre se gestan comunidades de jerarquías necesarias, una necesidad de crear minorías poderosas que dan lugar al orden: sin la distribución desigual de prestigio, poder y privilegios, la célula social se anquilosa, su accionar se debilita. La gran ironía de la identidad es que, a la vez que libera al individuo del aislamiento, lo somete a la voluntad de quienes se adueñan de los símbolos del clan.
Reciprocidad: código social supremo. Cuando una comunidad –organizada bajo la fuerza centrípeta de la identidad local - siente impotencia ante la violencia ejercida por elites externas, que imponen una relación jerárquica no-reciproca, la comunidad se rebela (Magagna). Es decir, si empresarios foráneos, que viven bajo la sombra del FMI, han usurpado nuestra independencia, entonces la comunidad se rebela y siente la necesidad de ejercer violencia abstracta contra gringos que eluden la justicia comunitaria: incluso al precio de su economía personal.
Las tiranías del siglo XXI se sustentan en la política de la identidad. Abrazados por el odio a potencias colonialistas, el Partenón político en Medio Oriente de caudillos despiadados se llenó. Subvencionada su popularidad por la nacionalización de la identidad de clase social y etnia, los caudillos pueden burlar durante décadas el precio del fracaso.
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Victor Magagna
viernes, 1 de julio de 2011
Subjetivo Talibán
Más de 6,000 muertes en Libia; muchas (demasiadas) un “crimen contra la humanidad”. El tirano de Trípoli, incapaz de “leer” lo que sucede en su país, se aferra un poder que le ha dejado de pertenecer, a golpe de alto calibre. Mientras, en los lejanos Andes, le duele a la doble moral de trasnochados aferrados a su nueva Guerra Fría, únicamente el puñado de muertes accidentales de civiles en manos de la OTAN. Les duele cuando muere un inocente, solamente cuando el tirano es su enemigo. Si el tirano pertenece al clan, se revuelcan en el lodo del sofismo para limpiar la sangre de sus manos. Creen que condenar la sanguinaria brutalidad de sus amigos pondría en peligro una causa más elevada.
¿El petróleo de Libia es la causa de la guerra civil? Tanto dinero en manos de imperialistas, que todavía pueden comprar la consciencia e integridad física de cientos de miles de “mercenarios”; hombres, mujeres y niños dispuestos a morir con tal de crear en Libia una democracia. Pero si la ley de la selva está del lado de Gaddafi, entonces existe la posibilidad que sea el Presidente Obama quien actúa ilegalmente en esas tierras petroleras. Al llevar a cabo acciones bélicas en Libia sin autorización del Congreso de EE.UU., Obama ha suscitado dentro de su propio Congreso la censura de moros y cristianos.
Talibanes ejecutaron un exitoso acto terrorista y suicida en un hotel de lujo afgano, favorito entre occidentales. La hipocresía de enemigos de EE.UU. es silencioso testigo de la celebración en Bolivia de tal acto criminal. Entre sesos carcomidos por el cáncer de la venganza, el “enemigo de mi enemigo” no puede equivocarse. El objetivo talibán, plasmado en la foto de World Press Photo de una niña sin nariz, no hace mella en el sujeto de la historia que construye con relativismo subjetivo su ideal de “mundo mejor”. Presos de su maniquea visión, ofrendan un aplauso trasnochado a talibanes, haciéndose de la vista gorda cuando sus héroes suicidas pisotean valores básicos: Se olvidan del objetivo talibán de someter a mitad de la humanidad al yugo machista. Parece que los únicos terrorista que merecen morir en manos del Estado, son los protestantes sirios que amenazan la hegemonía del otro tirano-amigo, en tierras poco Sirias, enemigas de Israel.
Leo Strauss declaró vencedores de la Segunda Guerra Mundial a Hitler, una victoria plasmada en el relativismo moral de Nietzsche, abstracción del “ser” de Heidegger y perspectivismo de Max Weber; quien define al Estado como el monopolio de la violencia legítima. En teoría, esa violencia debe ser enmarcada en normas. No obstante, en Bolivia sigue siendo una abstracción la norma que permite al Gobierno frenar un levantamiento armado que atenta con violencia contra un gobierno democráticamente electo. Los que hacen contorsiones morales para defender a Gaddaffi, luego callan cuando el ejército boliviano necesita reglas claras para intervenir en un conflicto interno.
Si el ejército boliviano utilizaría, o no, el monopolio de fuerza mortal en el improbable caso que cambas del tercer anillo se abalancen armados sobre la nueva asamblea cruceña es una interrogante sin horizonte. Pero si Obama debe “cantinflearla” al interpretar la Resolución de Poderes de Guerra de 1973, que restringe los poderes del Presidente a la hora de declarar una guerra, en la flamante escuela de Warnes, donde se construye la nueva doctrina militar, deberían discutir los lineamientos que rigen la mutua defensa de países hermanos del Alba. Suficiente relativismo es otorgar condecoraciones a presuntos forajidos. Ojalá seamos más serios a la hora de normar el uso de la fuerza militar.
¿El petróleo de Libia es la causa de la guerra civil? Tanto dinero en manos de imperialistas, que todavía pueden comprar la consciencia e integridad física de cientos de miles de “mercenarios”; hombres, mujeres y niños dispuestos a morir con tal de crear en Libia una democracia. Pero si la ley de la selva está del lado de Gaddafi, entonces existe la posibilidad que sea el Presidente Obama quien actúa ilegalmente en esas tierras petroleras. Al llevar a cabo acciones bélicas en Libia sin autorización del Congreso de EE.UU., Obama ha suscitado dentro de su propio Congreso la censura de moros y cristianos.
Talibanes ejecutaron un exitoso acto terrorista y suicida en un hotel de lujo afgano, favorito entre occidentales. La hipocresía de enemigos de EE.UU. es silencioso testigo de la celebración en Bolivia de tal acto criminal. Entre sesos carcomidos por el cáncer de la venganza, el “enemigo de mi enemigo” no puede equivocarse. El objetivo talibán, plasmado en la foto de World Press Photo de una niña sin nariz, no hace mella en el sujeto de la historia que construye con relativismo subjetivo su ideal de “mundo mejor”. Presos de su maniquea visión, ofrendan un aplauso trasnochado a talibanes, haciéndose de la vista gorda cuando sus héroes suicidas pisotean valores básicos: Se olvidan del objetivo talibán de someter a mitad de la humanidad al yugo machista. Parece que los únicos terrorista que merecen morir en manos del Estado, son los protestantes sirios que amenazan la hegemonía del otro tirano-amigo, en tierras poco Sirias, enemigas de Israel.
Leo Strauss declaró vencedores de la Segunda Guerra Mundial a Hitler, una victoria plasmada en el relativismo moral de Nietzsche, abstracción del “ser” de Heidegger y perspectivismo de Max Weber; quien define al Estado como el monopolio de la violencia legítima. En teoría, esa violencia debe ser enmarcada en normas. No obstante, en Bolivia sigue siendo una abstracción la norma que permite al Gobierno frenar un levantamiento armado que atenta con violencia contra un gobierno democráticamente electo. Los que hacen contorsiones morales para defender a Gaddaffi, luego callan cuando el ejército boliviano necesita reglas claras para intervenir en un conflicto interno.
Si el ejército boliviano utilizaría, o no, el monopolio de fuerza mortal en el improbable caso que cambas del tercer anillo se abalancen armados sobre la nueva asamblea cruceña es una interrogante sin horizonte. Pero si Obama debe “cantinflearla” al interpretar la Resolución de Poderes de Guerra de 1973, que restringe los poderes del Presidente a la hora de declarar una guerra, en la flamante escuela de Warnes, donde se construye la nueva doctrina militar, deberían discutir los lineamientos que rigen la mutua defensa de países hermanos del Alba. Suficiente relativismo es otorgar condecoraciones a presuntos forajidos. Ojalá seamos más serios a la hora de normar el uso de la fuerza militar.
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