La razón está devaluada. El cálculo frio, científico y analítico ha creado urbes mecanizadas, con vientres de metal, que engendran autómatas esclavos de la tecnología. El animal más racional se ha vuelto adicto al veneno que escupen máquinas torturadoras de la madre naturaleza. Sin el maldito petróleo no hay ni el plástico que necesita la “tarjeta madre” para navega por el nuevo mundo digital. “Abandonad los que aquí entráis toda esperanza”. Prisioneros de nuestros apetitos, pecamos de consumismo y falta de autocontrol. Habiendo fracasado la racionalidad individual, ha llegado la hora de imponer verticalmente la racionalidad colectiva.
Un mundo lleno de egoístas, que quieren cada vez más y más, es una receta para la destrucción del planeta. Si el individuo no puede controlarse a sí mismo, entonces es menester del Estado internar al enfermo en un centro de salud. Si el empresario no puede ser responsable con el servicio que ofrece, hay que expropiar su herramienta de trabajo. El Órgano Legislativo debe promulgar cuanta ley sea necesaria, con tal de asegurar que el individuo obedezca una racionalidad superior. Si es necesario, debemos incluso reforzar las tareas de control policial con el peso de la bota militar. En la nueva Bolivia, vamos a eliminar la irracionalidad mediante decretos iluminados que nos obliguen a salir de la pobreza.
El Decreto Supremo 0890 es una norma racional que - a fuerza de voluntad suprema -mágicamente renueva en siete años el parque vehicular de transporte público. Los más cínicos dicen que la norma es una “cortina de humo” para que olvidemos la nacionalización de autos chutos. Lo que la norma pretende es reemplazar la racionalidad individual con la racionalidad orgánica del Estado. El decreto obliga ser racionales a los egoístas chóferes, porque los vehículos modernos necesitan menos mantenimiento, consumen menos gasolina y ofrecen mayor seguridad. Los usuarios, acostumbrados a reliquias dignas de la Habana, harán su parte pagando más para moverse por las urbes de concreto. La razón detrás esta alza sucesiva (inflación) es conocida como “expectativa racional”.
Cuando el Gobierno decretó el gasolinazo, la expectativa racional fue que los precios se incrementen. Por mucho yugo estatal sobre el sector productivo, la profecía fue incontenible. Los agentes económicos (pueblo) anticiparon el alza y la profecía se cumplió. Los chóferes, sin embargo, no anticiparon se derogue la ley que hacía ilegales los autos chutos. Si existe un déficit en esta economía, es un déficit de credibilidad. Ya nadie cree en las decisiones de los padres de la patria. Sin credibilidad, las políticas diseñadas para imponer racionalidad pierden efectividad, debido a que el individuo adapta su expectativa racional antes que la política surta el efecto deseado. ¡Malditos egoístas!
Garrote y zanahorias: con la norma se obliga, con el incentivo se abre el apetito. Imponer únicamente la racionalidad colectiva enmarcada en la ley es invitar al individuo a rebelarse. Los chóferes (y borrachos) han recibido un ultimátum, cuando lo que necesitan también es incentivos. El millón de toneladas de metales retorcidos tienen un valor de reciclado. Pero el Gobierno ni ha pensado en qué hacer con el acero de los vejestorios. Como los chóferes ya no creen en los créditos prometidos, el paro nacional es preámbulo para un aumento de tarifas, única forma de financiar la nueva ley. El papá Estado piensa que ha de cambiar conductas y viejos colectivos a base de imponer leyes llenas de “sabiduría”, cuando en realidad intenta ejecutar una ingeniería social cuya lógica nace de una racionalidad chatarra.
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