Sobre resbaladizos
eslabones de la cadena de mando se desploma una estructura vertical que
supuestamente brinda institucionalidad a decisiones que toma la jerarquía. Subalternos
despiadados, sin embargo, conspiran, maquinan y vulneran esa cadena; para
avanzar sus truculentas patrañas personales. ¡Qué frágil eres, cadena de mando!
Cuando una
periodista le preguntó al Presidente de Siria el 2011 si no consideraba que sus
fuerzas militares habían utilizado demasiada fuerza para reprimir a mujeres y
niños que marchaban en una protesta contra su gobierno, Bashar al-Assad le contestó:
“No son mis fuerzas, son fuerzas militares que pertenecen al gobierno… No me
pertenecen a mí. Yo soy el Presidente. Yo no soy dueño del país, por lo tanto
no son mis fuerzas”. En otras palabras, el Presidente sirio no dio la orden de masacrar
a los marchistas. No hubo cadena de mando, hubo militares despiadados.
En esa
entrevista (2011), al-Assad comparó el puñado de muertes de aquel entonces (aún
no empezaba la guerra civil) con errores que cometen incluso sus enemigos
occidentales. Como ejemplo, el presentó el caso de Guantánamo, donde militares
norteamericanos cometieron actos de tortura que, argumentaba al-Assad, son
actos de entusiastas individuos que no representa una política oficial del
gobierno de Obama. En otras palabras, aquellos encargados de combatir el cáncer
terrorista que atentan contras moros y cristianos a veces se extralimitan en sus estrategias, lo
cual constituye un error individual, no una política de Estado.
Siria hoy es
el ojo del huracán y sus vientos amenazan con destruir los cimientos de una
inestable paz en Oriente Medio. Una proliferación de ese conflicto pudiese
tener consecuencias desestabilizadoras a nivel global. La
situación en la región es un caldero de tempestades que tiene el potencial de
sumir al planeta entero en una crisis cuyo desenlace nadie puede predecir. Bajo
el manto de la amenaza de un petit-apocalipsis,
alguien utilizó armas químicas, asesinando más de 400 niños y 1.000 adultos,
cuyos últimas horas de vida fueron de dolor infernal.
Pero
volviendo a la cadena de mando: No pasa desapercibido el hecho que – al
romperse la cadena- se ocasionan casos de violaciones a los derechos humanos e
incluso genocidio con armas químicas. El asesinato en masa de ciudadanos de
cualquier rincón del planeta constituye un crimen de lesa humanidad.
Difícilmente alguien se hará responsable de un acto tan cruel y despiadado. Tan
solo un grupo de desquiciados podrían ufanarse de utilizar armas químicas
contra niños, mujeres y ancianos.
Los
auto-atentados existen. A veces un gobierno fabrica complots para descabezar al
adversario. Otras veces son los grupos insurgentes los que ocasionan muertes
para culpar al gobierno que pretenden derrocar. Incluso es posible que el
ataque químico haya sido un “accidente”. La verdad es que es difícil comprobar
quien utilizó las armas químicas en Damasco. De lo que no queda duda es que tal
ataque sí ocurrió y que mujeres, niños y ancianos agonizaron durante horas,
para morir de una manera inimaginablemente dolorosa. Pero ellos no son las
únicas víctimas de este conflicto: victima también es nuestro compás moral.
El recién
electo Presidente de Irán, por ejemplo, no tuvo tal confusión e inmediatamente
condenó los ataques. En su cuenta de Twitter, Hassan Rouhani dijo que su gobierno “condena categóricamente el uso de
armas químicas en Siria” y urgió a las Naciones Unidas a “utilizar toda su
fuerza” para evitar nuevos ataques. El Presidente iraní no estaba criticando a
su aliado sirio; tan solo expresaba el sentimiento de su pueblo, que fue
también atacado por armas químicas cuando Saddam Hussein desató una guerra
infernal contra Irán en una guerra que costó más de un millón de vidas. Esa experiencia
permite al pueblo iraní apuntar su brújula moral hacia la indignación, una
experiencia tangible de estos horrores que
el resto de los mortales lamentablemente no tenemos.
Aquellos que no hemos visto a un hermano, hija o esposo retorcerse en
espasmos, su boca espetando espuma y sus pulmones ardiendo de dolor, debemos
remitirnos a abstracciones que limitan nuestro grado de indignación. Antes de
activar nuestro sentido de empatía, parece que debemos realizar cálculos
geopolíticos, que nos permita dar prioridad a nuestro sentido de indignación
que nos provoca la existencia de una “policía global”, por encima del crimen
cometido.
El auto-proclamado juez-policía del planeta puede interpretar mal la
evidencia cuando condena a Siria a una represalia militar. Las Naciones Unidas pueden
quedar atadas de manos por consideraciones políticas de algunos miembros del
Consejo de Seguridad. También es posible que nunca sepamos quien cometió el
crimen, que jamás se aplique la ley internacional y que los culpables se
beneficien de una burlesca impunidad. Pero ese no es el punto. El punto es que alguien
ha asesinado cruelmente a más de 1.400 personas y -ante este horror- nuestro
sentido de indignación se mantuvo durante una semana en suspenso, sin que el
horror de lesa humanidad active inmediatamente nuestra condena moral ante el
acto (sin acusar a nadie).
No somos culpables de una doble moral; somos víctimas de un software
prehistórico (afinado en la era medieval). Somos víctimas de una cosmovisión
binaria, maniquea, reduccionista; que se especializa en entender el mundo en
blanco y negro; a dividir el mundo en “amigos”-“enemigos”. El software no respeta
ideología o clase social: moros y cristianos, oficialistas y oposición, todos
utilizamos el mismo lente; utilizamos una manera de procesar la información que somete a nuestro espíritu a los dictados
de una cultura 2.0.
La cultura universal 2.0 tiene mil manifestaciones, pero en el fondo sigue
atrapada en un estadio (etapa evolutiva) arraigado en el pasado tribal de la
cultura 1.0. Nuestro sentido de indignación, por lo tanto, primero sopesa las
consecuencias políticas y calcula como nos afectaría la aplicación de un
principio cuando el supuesto criminal es un “amigo”. Si el criminal es enemigo,
entonces la indignación se activa inmediatamente (sin necesidad de evidencia);
pero si el sospechoso de una brutal fechoría pudiese ser un “amigo”, entonces
la indignación se suspende en un aire de inmoral indiferencia.
Las cadenas de mando se quiebran cuando así lo considera funcional la
jerarquía. Pero son las cadenas de una mente tribal - una mente politizada y
sumida a las dinámicas del poder - las que debe romper una humanidad 3.0. La
humanidad 2.0 se encuentra en el umbral de una cosmovisión integral, cuyo futuro
compás moral se fundamentará en principios, no intereses personales o
sectoriales. La mente, sin embargo,
sigue encadenada a una visión tribal e ideológica que solo puede ver “buenos” y “malos” y le
corresponderá a la próxima generación por fin jalar esa cadena.