Es época de resoluciones y no de confesiones, y por ende debería guardármelas para Semana Santa. Pero ahí les va una. Lo que procedo a confesar será tristemente obvio para quienes se han tomado la molestia de leerme. Los demás tendrán simplemente que creerme que en esta columna no digo nada, y su formato sigue una fórmula tristemente predecible y hasta ridícula: Primero introduzco una reflexión banal sobre algún acontecimiento reciente o pasado, que sirve de contexto para ejemplificar un principio. Luego elaboro el principio, dejando en claro “por qué” lo considero importante, para entonces terminar con una reflexión de cómo aplica ese principio a nuestro medio. En mi conclusión me encanta fustigar a nuestros protagonistas y representantes por fracasar miserablemente a la hora de aplicar una base coherente a su razonamiento y conducta, algo que hago con frecuencia, y por ende mi culpable sentir.
Idealmente quisiera hablar del fondo de las propuestas, del contenido de las estrategias, sean éstas políticas o económicas. Si pudiese elegir, preferiría analizar y evaluar el diseño de un buen gobierno, o siquiera aplaudir el reflejo honesto aunque sea de algunos valores básicos. Pero es tanta la contradicción, tan grande la capacidad de torcer la realidad hasta que su forma proyecte nuestra agenda personal, tan grande el vacío de una mínima ética en nuestra reflexión, que no puedo evitar dirigirme a la construcción básica de nuestra percepción. Si por ejemplo un boliviano con antecedentes de estafa y prisión emigra ilegalmente a EEUU, y es arrestado frente a la Casa Blanca porque sostenía en el aire un cartel con las palabras “Muera Bush Asesino”, y a raíz de su protesta (no un crimen) es deportado, nuestra respuesta contrastaría la que ha suscitado la detención de Amauris Samartino. No importa cuan idénticas sean las circunstancias entre nuestro imaginario compatriota y el cubano en cuestión, nuestras percepciones estarán determinadas no por principios, sino por la agenda y resentimiento personal.
Bolivia atraviesa un momento óptimo, y las condiciones para su desarrollo nunca fueron mejores. Las arcas del Estado empiezan a hincharse de divisas. Pero ¿de qué sirve ese capital si no estamos creando empleos? Lejos de crear empleos, el Gobierno ha decidido – en el más puro estilo neoliberal – reducir el tamaño del aparato estatal. Si la movida respondiese a una postura ideológica e imperativo económico, seria digno de ovación. Pero sabemos que no son las ganas de reducir el déficit fiscal o aparato estatal el que alimenta esta reflexión gubernamental sobre cómo mejor invertir nuestro “ahorro interno”.
Evidentemente los empleos se crean con inversión privada, y no con paternalismo Estatal. Tal vez por ahora hubiese ayudado al efecto multiplicador en la economía tener una masa laboral subvencionada por el Estado, y tal vez el Estado pueda crear empleos mediante proyectos de inversión en infraestructura y servicios sociales. Pero los empleos los crea el sector privado, y ese es un principio que difícilmente entra en la cabeza de quienes – y ahora si que “por principio” – se la tienen jurada a “la comparsa” que es responsable de “los peores males políticos, sociales y económicos que ha vivido el país en los últimos 20 años”. El jurado oficialista ya salió de su deliberación en este sentido, y cualquiera que pretenda invertir en una empresa es ahora el enemigo, diga lo que diga el “buen policía” de esta gestión, la esquizofrénica voz de la cordura y rebelión armada, el señor del abrigo negro. Mientras tanto los empleos son cada día más escasos.
Esta columna no dice nada, y ni siquiera se atreve a llamar por su nombre al Vicepresidente García Lineras. Me siento como el idiota del pueblo que no hace mas que reiterar una y otra vez la misma cantaleta. Quisiera poder confesar que esto refleja la pobreza en mi estilo bucólico, y mi limitación intelectual. Lamentablemente creo que más bien refleja lo incapaces que hemos resultado – todos - a la hora de vivir y progresar bajo los principios más elementales. Existe un vacío de principios tristemente básico, y confieso que en mis columnas no lo puedo dejar de señalar.
Flavio Machicado Teran