martes, 20 de marzo de 2007

Rituales de Carne

Hace miles de años, y ante la ausencia de medios de refrigeración, los cristianos le decían “adiós” a la carne antes de empezar la Cuaresma. Del latín “carnelevare”, el lunes y martes que preceden al miércoles de ceniza eran para consumir toda la carne, y así eliminar la frivolidad de la piel, en preparación para el sombrío espíritu de abstinencia que sigue. Sin embargo, los orígenes del carnaval se remontan al ritual de fertilidad con la llegada de la primavera en Egipto, cuando las aguas del Nilo retroceden. También tiene sus orígenes en la festividad romana de Saturnalia, en la cual - al ofrecer prebendas a los esclavos - se mantenía la armonía, a la vez de reforzar los estamentos políticos y religiosos en los cuales estaba cimentada la sociedad.

Los rituales sirven un propósito, aunque a veces el propósito se vuelve difuso con el tiempo. Prueba de ello es que celebramos carnaval con gran ímpetu, dejando que cualquier relevancia o designio mágicamente surja de una botella, cual ‘genio del chaqui’ que sale del fondo para concedernos un alka-seltzer, y otros dos deseos.

Este periodo de Cuaresma tiene, entre otras, la intención de debilitar nuestras pasiones, y en especial, amortiguar las llamas de la concupiscencia (placer animal para sí mismo). Espero no ser blasfemo al sugerir un ejercicio en el cual la metodología viene al rescate del ritual, para ayudar a lograr este objetivo. Porque Dios sabe que las pasiones están que arden, y cada bando encuentra placer en su propia bandera, impidiendo un dialogo que permita encontrar coincidencias, y cimentar nuestra sociedad sobre bases coherentes con nuestro nuevo designio, aun por descubrirse y definirse.

Hay un periodista que tiene un programa de televisión extremadamente poderoso. Este señor - de impecable traje y corbata - es dueño de gran inteligencia, elocuencia y sobre todo la capacidad de abrumar con ‘su verdad’ a todo aquel a quien entrevista, imponiéndose y jactándose de nunca estar equivocado. Abiertamente, y sin ningún titubeo, me considera su enemigo. Bueno, no a mí personalmente, y aunque incluso ha leído una carta mía al aire, no reconocería mi nombre ni en pelea de perros. No. Sus enemigos son aquellos individuos que sustentan una agenda en particular, que en parte yo también considero “mi agenda”. Seguramente a esta altura se estará preguntando, “¿quién será este periodista?”, o tal vez, “¿cuál será la agenda de este columnista?”. Eso no importa. Lo que importa es la metodología que procedo a presentar.

No comparto con este periodista ni su estilo, ni su lógica, ni su política. Para cualquier propósito práctico, él es también mi enemigo. Pero no puedo evitar ver su programa, caer prisionero de su grandilocuencia, admirar su capacidad de hilvanar argumentos y de sustentar su manera de entender la realidad. Pero no vivo solo, y comparto el aparato televisor. Cuando los de mi pequeña tribu de tres adultos me encuentran postrado frente al televisor, imbuyendo las diatribas que del mismo emanan a la misma hora (y por el mismo canal), soy duramente fustigado por estar viendo “güevadas”, y estar escuchando a ese “viejo de “$#@&”.

Comparto con este periodista la misma agenda de construir una mejor y más justa sociedad. No comparto su manera. Pero si lo “odiase”, no lo escucharía, ni prestaría atención a sus argumentos. Sin embargo, la verdad no yace en mi tribu, la verdad se construye con el otro, participando de un dialogo libre de prejuicios y de posiciones encontradas. Por ende, el método para rescatar al ritual vacío es “dar la otra mejilla”, no para recibir golpes e injurias de los demás, sino para entender su lógica, para poder debatirla, e incluso contrarrestarla. Sinceramente admiro a este periodista, porque solo así puedo escucharlo, entenderlo, y si es necesario, superarlo. Digo “superarlo” no con el animo de imposición, sino con el animo de persuasión, para liberarnos de la carne que arraiga las pasiones, que nos impide escuchar al otro, y que destruye la capacidad de - entre nosotros - dialogar.

Flavio Machicado Teran

La Gravedad del Electrón

Albert Einstein, posiblemente la mente más brillante del Siglo XX, era socialista. Creía Einstein que la fase depredadora del desarrollo humano – perfeccionada por el capitalismo – debía ser superada, y culpaba a la anarquía económica de la sociedad capitalista del hecho que los ‘impulsos sociales’ del individuo - por naturaleza más débiles que su egoísmo - se empiecen a ‘progresivamente deteriorar’. Según Einstein el ser humano había perdido la capacidad de guiar su propio destino, era prisionero de las fuerzas de la ciencia y mercado que, al ignorar las prioridades humanas, estaban fuera de control. Era menester del ser humano, por ende, reconstruir el lazo orgánico que lo hace un ser social, y encontrar en el seno de la sociedad una fuerza protectora, y no así una amenaza a sus derechos naturales.

La física cuántica, uno de los grandes avances científicos del siglo pasado, fue en parte desarrollada gracias al trabajo de Einstein. El gran aporte de esa disciplina es que permite entender fenómenos que suceden a escala atómica. Por ejemplo, si se utilizasen preceptos de la física clásica newtoniana, la conclusión seria que un electrón no puede orbitar alrededor del núcleo de un átomo, ya que constantemente perdería energía y la masa del núcleo causaría que el electrón sea atraído por la fuerza de la gravedad, causando su implosión. Resulta que la materia a escala atómica no se comporta como un agregado de partículas, y en lugar de moverse en elipses – como los planetas alrededor del sol – se mueven en ondas, lo cual resulta en la imposibilidad de conocer con exactitud y simultáneamente la posición y el momento de un electrón. La conclusión es que sistemas muy pequeños, como ser los átomos, no obedecen los preceptos de la mecánica clásica. Sin embargo, en la medida que se “juntan” las partículas y crece la cantidad de materia, se llega al “limite clásico”, en el cual empieza a gobernar leyes de la física clásica newtoniana.

Decía Einstein que su juicio del capitalismo se basaba en el sistema “tal como existe hoy”. Es decir, el capitalismo de la primera mitad del siglo XX. Hoy existen diversas sociedades capitalistas. Pero digamos que el capitalismo es un monolito inamovible y que no ha progresado siquiera un átomo en la dirección de crear condiciones de libertad y avanzar los derechos civiles. ¿Podemos asumir que la culpa yace en los derechos individuales, y en la libertad que otorga la sociedad al individuo a pensar, creer y venerar según su propia conciencia?

Hoy se habla de la “complementariedad”, de la sabiduría del paradigma amerindio y la necesidad de trascender la polaridad creada por un sistema patriarcal que favorece lo racional e individualista, en detrimento de lo intuitivo, maternal y comunitario. No podría estar más de acuerdo. Al igual que las leyes físicas que gobiernan el mundo atómico son complementarias y no excluyentes con las que gobiernan la materia, los derechos individuales son complementarios a la capacidad comunitaria de la sociedad. El individuo, al igual que el átomo, obedece a fuerzas internas que hacen su movimiento impredecible, con la diferencia que el individuo tiene conciencia de sus actos, y debe ser libre de elegir. Si el individuo desea formar parte de una comunidad, abandonar sus pertenencias y seguir al Señor, está en su derecho. Sin embargo, ese “movimiento” de agregados nace de un derecho individual, un derecho que hoy es detestado y desechado por ser “occidental”.

No se puede hablar de “complementariedad”, y luego polarizar nuestra postura para deslegitimar al otro. Lo único que ello logra es despreciar ciertos principios que pueden y deben ser perfeccionados. Einstein era sobre todas las cosas un individuo que luchó toda su vida contra el totalitarismo. El utilizar el desprecio y prejuicio para entender ciertas leyes de la naturaleza, sea humana o de la materia, es caer en la trampa de la polaridad e indoctrinamiento ideológico, irónicamente a la vez que se intenta superarlo.

Perspectiva del Tiempo

Sebastián tiene cinco años, y para evitar que su mente sea contaminada por las frivolidades de la modernidad, su padre celosamente vigila el contenido de lo que puede ver en la televisión. No obstante, siempre hay un descuido. Preparando a Sebastián para ir al colegio, enciende la TV y el programa es un documental sobre las Guerra Púnicas entre Cartago y el Imperio Romano. Asombrado por la imagen de soldados a punto de entrar en batalla, Sebastián pregunta, “¿Son esos los buenos?”. Los uniforme parecen romanos, pero los guerreros no exhiben el lustre y pulcritud a la que nos tiene acostumbrados Hollywood. Por el contrario, la pantalla muestra individuos harapientos y andrajosos. En medio de una batalla, sea romano o cartaginés, un soldado no estará preocupado por afeitarse o mantener limpio el uniforme.

Al margen de quién es quién, la pregunta sigue siendo difícil de responder. ¿Eran los “buenos” los romanos? Roma aún no se convertía al cristianismo. Además, son guerras de un lugar lejano, de una época remota, por lo que podríamos contestar: “ninguno de los dos”. Sigue siendo un hecho que ambos bandos se caracterizaron por su extrema crueldad. A su vez, su brutalidad no desmerece el que, precisamente debido a su violencia despiadada, ambos bandos crearon condiciones que llevaron a los pueblos a alcanzar cada vez mayores grados de cooperación. Pero las consecuencias no intencionadas de la barbarie y sed de conquista las apreciamos sólo miles de años después. En su momento, quienes estuvieron al medio de la pugna entre los dos imperios, no podían darse el lujo de la neutralidad, mucho menos comprendían que la guerra los estaba llevando a avanzar instituciones, leyes y mecanismos para construir naciones y mejor organizar la sociedad.

Con su afán de conquista del fundamentalismo, el imperio de nuestra época ha logrado crear un gran consenso: una simple oposición a su hegemonía. Las muertes despiadadas son cometidas por ambos bandos, lo que hace difícil definir quienes son los “buenos”. Queda también en el aire cuál será el nuevo nivel de cooperación que será desarrollado sobre las cenizas de la actual violencia. El gobierno de Irán – por ejemplo - tiene hoy en el gobierno chiíta en Irak un preciado aliado, en una región dominada por el grupo rival, lo sunníes. Es en el interés de Irán, sin embargo, dejar que sangre el invasor, aún cuando ello implica poner en peligro la estabilidad del gobierno chiíta. Irán no pretende cooperar con los EE.UU., y calcula muy fríamente hasta que punto puede darse el lujo de desestabilizar a su aliado, deteniendo su auspicio de la violencia sólo cuando existe el riego de llevarlo a totalmente fracasar.
En su afán de identificar a los malos, Sebastián manifiesta la frivolidad de un niño, una frivolidad producto de nuestro lento proceso de evolución social. Mayores grados de cooperación hoy tal vez se pueden lograr sin los conflictos que han creado su necesidad. Pero la lección no ha entrado ni con sangre, y seguimos pecando de la frivolidad de reducir toda diferencia al imperativo maniqueo definir quienes son los “malos”. Si el Presidente insinúa prematuramente a sus constituyentes adelantar las elecciones, debe verse como una gran oportunidad para consolidar un nivel mayor de cooperación. Debemos entonces aprovechar este tiempo para avanzar ese espíritu en la Asamblea, en las calles, en los debates, donde sea. Si los del MAS luego traicionan los valores que predican, que el pueblo se lo reclame en las urnas. Mientras tanto, preocupémonos por proponer una visión de país coherente con nuestras necesidades históricas. En lugar de cuestionar el espíritu democrático de los actores políticos, obliguémoslos con ideas y principios a apegarse a ellos, y hagamos publica la discusión. Si queremos cambios, utilicemos la persuasión, y no las tácticas del desprecio. Si queremos cambios, aprovechemos este tiempo para presentar propuestas. Esta vez no hay lugar para frivolidades que nos hagan a todos perder.

Absolutismo Circular

Érase una vez una religión que comulgaba abiertamente con la poligamia. La ironía es que, en la actual pugna por la candidatura de la derecha norteamericana –investidura sumergida en imperativos religiosos - el mormón Mitt Rommey es el único que sólo ha tenido una esposa, quien sólo participa en las decisiones del hogar. En contraste, los candidatos de la izquierda norteamericana brindan un papel protagónico a sus parejas. Frank Luntz sugiere que esto se debe a que “los Demócratas son de mentalidad colectiva, y los Republicanos individualistas”.

Otra diferencia que marca el debate político, es la guerra del Irak. Las imágenes de muerte se han vuelto intolerables, y el próximo presidente deberá alejarse de la doctrina de la Guerra Fría, que sugería que la paz solo se logra a través de la fuerza. La lección es que – debido precisamente a la tecnología que permite la más sofisticada maquinaria de guerra - la estabilidad del mundo ahora también depende de políticas coherentes con la voluntad de la humanidad.

Ese avance tecnológico ha permitido también salvarle la vida a Amillia. Al nacer de 21 semanas, Amillia pesaba 284 gramos, suficiente materia viva, sin embargo, para hacernos reflexionar sobre el otro gran debate: el aborto. En EE.UU. el aborto es un derecho reproductivo, y su limite es la “viabilidad” del feto, hasta hace poco unas 24 semanas. Para la derecha norteamericana, el aborto es un pecado, y el mormón aludido pretende hacer suya la posición conservadora oponiéndose incluso a la muerte de un embrión de 14 días. A los 14 días un embrión no tiene cerebro, ni conciencia, o manera de sentir dolor. Sin embargo, las células madres extraídas son cultivadas para cosechar tejidos a ser utilizados en pacientes con condiciones hasta ahora incurables. Para quienes se oponen a todo aborto, el utilizar vida humana para salvar a vida humana lleva demasiado lejos la intención de jugar a Dios.

Pero es a Dios a lo que juega ahora Bush en su intención de modernizar al fundamentalismo islámico, y es a Dios que juega la ciencia al intentar cultivar vida humana en una cápsula de Petri. Y aunque no todas las guerras se pelean contra Adolfo Hiltler, ni todos los abortos se deben a la salud de la madre, no podemos simplemente abolir ambas por decreto. La muerte siempre será parte del equilibrio, una conclusión ambigua, relativa, hasta incomprensible, pero por ello no deja de ser verdad.

La gran ironía es que para los “individualistas” de la derecha, merecen morir cientos de miles en nombre de un bien mayor, y los “comunitarios” de la izquierda no tiene inconveniente con la muerte de más de cuarenta millones - cuyas vidas son sofocadas en el vientre cada año - en nombre del bienestar “individual”. Tal vez exista alguien que se opone a todo uso de violencia, incluso para someter a un asesino, que se opone al aborto, y ni siquiera come huevos de gallina. Todos los demás debemos lidiar con un mundo en el cual no existen posiciones absolutas - por lo menos no sin encontrar una contradicción.

La culpa la tiene la arquitectura de la materia gris, cuyo diseño se basa en rápidamente identificar el peligro, y eludirlo o eliminarlo inmediatamente. Para ello, el ser humano no podía darse el lujo de entender los grises que adornan el equilibrio entre la vida y la muerte, y debía pintar su mundo en blanco y negro. Pero gracias a nuestra evolución social, el debate ha dejado de ser cuestión de “en cuál lado” uno se encuentre”, sino cómo se construye la realidad.

En medio de estas contradicciones, hay quienes están satisfechos con sentirse del lado que creen correcto, sin importar si en el proceso pequen del mismo absolutismo, reduccionismo, intolerancia y lógica lineal de la que peca el “enemigo”. El gran avance cultural del siglo XXI, sin embargo, yace en perfeccionar la metodología aplicada en el proceso de entender y cambiar el mundo, y no solo obstinarse en definir lo que éste mundo debe ser. El proceso de crear - y dejar simplemente de creer - implica utilizar toda la materia gris, no solo el lado izquierdo del cerebro. Ya no será suficiente defender las causas que suponemos correctas, sino entender que en el proceso debemos dejar de ser absolutistas al forjar verdades, y nuestra realidad. No me opongo, ni genéricamente apoyo, ni al aborto, ni a la guerra, ni al capitalismo ni al socialismo. Pero en el desquiciado propósito de evolucionar, trascender y transformar el paradigma binario, dualista y de imperativos absolutistas que gobierna hace miles de años nuestra manera de entender y construir la realidad - tanto en la izquierda, como en la derecha - entiendo perfectamente de qué lado estoy.